lunes, 27 de abril de 2009

Quien te ha visto y quien te ve.



Quien te ha visto y quien te ve, probablemente no se atreva a decir que se trata de la misma persona.

El cielo se volvió negro en pleno día y María Felicitas Testa tuvo su primera contracción. Claro que luego de haber parido dos hembras y cortar ella misma el cordón umbilical con los dientes, el espasmo en el vientre fue considerado como el menor de los importunos. Aquello se asemejaba más a un capricho intestinal que a una labor de parto. Lo que realmente consiguió enfadar a Felicitas fue el eclipse.

Sin tiempo a encender el farol de noche, vació una arpillera de marlos de maíz, metió en el saco unas pantuflas, un frasco de agua de colonia, unas compresas por pura desconfianza a la medicina occidental y montó a pelo una yegua hasta el hospital DR. Ramón Carrillo.

Abrió las puertas de par en par y juntando las rodillas, para retener aquello que se le escurría del útero, pidió entre lágrimas un médico o un veterinario:

- ¡Rápido, que a ésta me la trae la noche!

Vicente Bordazahar dejó de ordeñar vacas y miró con recelo el cielo negro de las dos de la tarde, escupió el pasto que masticaba y luego de levantarse la boina para secar su frente con el antebrazo, se dirigió hacia el Ford A con el paso áspero de los jinetes. Como buen baquiano, al llegar al cuartel octavo, advirtió que la humedad de la tierra no podía sino ser el líquido amniótico de su mujer. Volvió a escurrir el sudor de su frente, sacudió la cabeza y pestañeó tan fuerte como pudo para quitar aquellas manchas grises que le estorbaban la visión. No importaba que su vida hubiera estado plagada de féminas preñadas, ni que su mujer ya le hubiera dado dos hembras con su mismo pelo de viruta, la posibilidad de que el próximo sea un macho lograba siempre aflojarle las piernas.

Aceleró el Ford A, pasó del punto muerto a tercera sin reparar en sutilezas y se dispuso a seguir el rastro mojado del camino. El estruendo del motor causó un revuelo en un gallinero cercano y una bataraza se incrustó en el radiador. Llegó al hospital DR. Ramón Carrillo embadurnado de tierra y salpicado de plumas. La gallina aún seguía con vida, Vicente la cargó bajo el brazo y entró. No hizo tiempo a abrir la boca que una enfermera se le acercó:

- Usted debe ser el padre, sígame.

Vicente sonrió y se enorgulleció del evidente parentesco que mantenía con el recién nacido mejor dotado de todos los tiempos. Pero lo que verdaderamente ignoraba era su aspecto. Vicente estaba empolvado en tierra de los pies a la cabeza y los ojos grises le resaltaban con dos reflectores de caza, tenía las manos blancas de leche cuajada y el cuerpo emplumado fortuitamente. Como si aquello hubiese sido poco, entró a la sala de partos con la bataraza bajo el brazo.

Felicitas lloraba sin consuelo. Estaba cercada por un pantano de placenta ensangrentada y se negaba a cerrar las piernas.

- ¡Vuélvanla a meter!- rogaba con la aorta a punto de estallarle - ¿No ven que es por el bien de la humanidad?

- ¿Cómo “vuélvanla”? y en todo caso nena, no le estarías haciendo un favor a nadie, privar al mundo de Vicente el Grande, ¡Ja! Ni el loco Burrás dice tantos disparates.

Felicitas lo vio parado a los pies de la camilla y se le inyectaron las venas de los ojos. Se quitó el catéter del brazo y amenazó con matarlo ahí mismo si se le arrimaba un paso más. Lo encontraba culpable de aquella desgracia que acaba de parir.

La enfermera se acercó temerosa, dejó la incubadora junto a los padres y salió de la habitación bañada en sus propias lágrimas y suplicándole al señor que aquella perturbadora visión no le causara traumas permanentes.

- ¿Qué tenés para decirme ahora, Vasco?

Felicitas había descubierto el rostro de la criatura y con la otra mano se cobijaba los ojos.
- Que es mujer y encima horrible.

Los padres se miraron descorazonados sin saber que aquella larva marchita tenía por destino convertirse en una hermosa mariposa rubia de ojos verdes. La llamaron Mónica porque venía del griego “monos” y en verdad era el animal que más se le parecía, y Beatriz en honor a la valiente partera que le vio la cara por primera vez.

Mónica Beatriz fue una con la naturaleza, se abría y se vertía ella misma en el verde del pasto y dejaba que la tierra penetrara por cada uno de sus orificios. Mónica Beatriz fue una criatura silvestre que nadaba desnuda en el canal 15 y se revolcaba entre los ranúnculos acuáticos mientras mordía a las nutrias. No lograron vestirla ni acostumbrarla a que utilice el baño hasta los 14 años. Cuando por fin consiguieron destetarla de la chancha Begoña y sentarla a la mesa como el ser humano que no era, no pudieron nunca quitarle el hábito de que se buscara y comiera sus propios piojos a la hora del postre. Mónica Beatriz era feliz ignorando su fealdad, desconocía la crueldad de las narices respingadas y la división que existe entre las dos cejas. Era una criatura magra y peluda, tenía los ademanes de las ardillas y siempre se encontraba en el lugar donde menos pensaban hallarla.

Cuando Felicitas se esforzaba en la letrina, Mónica Beatriz le golpeaba el techo de la casilla, levantaba una madera y saludaba efusivamente a su madre desde lo alto. Felicitas se irritaba y trataba en vano de cazarle el rostro con una sopapa, para aquel entonces Mónica Beatriz se encontraba ya entronada en los más alto de la acacia. Con su risa de colibrí y sus dientes amontonados antojadizamente hacia el frente, Mónica Beatriz volvía a saludar a su madre y saltaba de árbol en árbol hasta llegar al corral de los cerdos. Se acostaba boca arriba en el lodo y mientras con una mano le acariciaba las tetas a Begoña, utilizaba el pulgar de la otra como chupete y dormía siestas eternas aspirando el aroma de las flores marchitas recalentadas por el sol.

El matrimonio Bordazahar tomó una decisión, el mes entrante se mudarían a la ciudad. Quizás aquel cambio lograría lo que en catorce años ellos no consiguieron: civilizar a Mónica Beatriz.

Compraron una casa en la calle Tucumán y para conmemorar aquel evento, decidieron tomar una fotografía familiar. Apuntaron una cita con “Blanco Fotos”. El jueves 25 de enero, a las dos de la tarde la familia Bordazahar ya estaba lista para su turno de las cuatro. Felicitas resistía con valentía el calor que la sofocaba dentro de su miriñaque, las otras dos hijas mayores, María Elizabeth y María del Carmen, encontraron propicia la ocasión para decorarse la cabeza con peinados estrafalarios, Vicente, aún decepcionado por “Vicente el Grande”, se rehusó rotundamente a vestirse de gaucho y se quedó en slip y alpargatas. Mónica Beatriz parecía una lechuza asusta sin acacia para refugiarse. Habían tratado de vestirla, cortarle el pelo y limarle las uñas, pero se resistió tan ferozmente que decidieron dejarle usar su vestido de arpillera, que parecía una versión apolillada de los trajes de indio de los actos escolares. Mientras el resto de los Bordazahar ensayaba poses bajo las azaleas del jardín, Mónica Beatriz se infiltró al cuarto de sus hermanas y se pintó los labios de rojo, en un intento por imitarlas.

Cuando finalmente se decidieron por la posición tradicional: los padres parados y las crías sentadas, observaron estupefactos a Mónica Beatriz. Se había echado toda clase de productos para el cabello y sus rulos se elevaban 30 centímetros por encima de la cabeza. Había resuelto el problema de su “monoceja” con una trenza que le cruzaba toda la frente y se mantenía unida al cabello gracias a un moño rojo de satén. Los dientes interrumpían el carmín desprolijo de los labios y su paso sobre los tacones de corcho se asemejaba más al de un convaleciente de hemorroides que al de una adolescente coqueta. Por temor a herir sus sentimientos, la familia reservó sus comentarios. Alfonso Blanco de “Blanco Fotos” llegó puntual a la cita y se retiró de la casa en el momento que vio a Mónica Beatriz, no estaba dispuesto a que su lente más reciente se astillara tratando de retratarla. Luego de variados intentos consiguieron que el Loco Burrás les tomara un daguerrotipo con una antigua máquina que parecía resistir hasta los más atroces adefesios. Aquella imagen es la única que se conserva de Mónica Beatriz en su estado natural.

No se sabe con exactitud el momento en que Mónica Beatriz tomó consciencia de su apariencia, ni el por qué de su cambio radical. Una noche abandonó la casa de la calle Tucumán equipada como para deforestar el Amazonas. Llevaba una motosierra a gasoil, guantes de cirugía, un martillo hidráulico, una lima para metales, 7 litros de lavandina concentra, tenazas, 3 frascos de sanguijuelas, 10 metros de cable de acero, 5 litros de ácido muriático y una guía para la mujer moderna de la revista Para Ti. Mónica Beatriz cruzó el umbral de la puerta con tal determinación, que ninguno de la familia se atrevió a preguntarle adónde se dirigía, o si alguna vez regresaría.

Pasaron siete meses sin noticias de Mónica Beatriz. Al principio pensaron que no había logrado adaptarse a la ciudad y había vuelto a vivir en la copa de las acacias. Hicieron desmontar el campo con la esperanza de hallarla, pero lo único que encontraron fueron nidos de calandrias. Pensaron en una militancia activa como ecologista de Greenpeace, pero la ausencia de cartas o llamados telefónicos les pareció poco propio de Mónica Beatriz. Concluyeron que había muerto o que una secta la había raptado para utilizarla de muñeca vudú. Le rindieron los debidos honores fúnebres y dieron fin, de ese modo, a la incertidumbre de su paradero.

Una tarde de julio, golpearon la puerta de la calle Tucumán. Felicitas Testa dejó de amasar la pastafrola.

- No hemos mandado ninguna carta a “La noche del domingo”, tiene usted la dirección equivocada señorita.

Felicitas comenzaba a cerrar la puerta, cuando aquella mujer que parecía una secretaria Sofovich le dijo:

- Mamá, soy yo, Mónica Beatriz.

Felicitas pensó que se trataba de una broma de mal gusto, en nada se parecía esa rubia de cabellos largos, lacios y sedoso a su pequeña vizcacha de pelo negro, áspero y ensortijado. Quien decía ser Mónica Beatriz tenía por ceja, dos trazos bien definidos y delicados, una nariz sutil y no el gancho para colgar reses de su verdadera hija. Lo que más delataba a la impostora era el color de los ojos, Mónica del campo tenía dos tordos en la mirada, ésta, dos cotorras de las más tropicales.

Vicente casi muere de un aneurisma cardíaco cuando la exuberante rubia, envuelta de retazos de cuerdos de chita, le dijo “Hola pa”. Allí se suicidaron sus esperanzas sobre “Vicente el Grande”. La hermana más grande y más loca, la vio y comenzó a reírse:

- ¿Qué haces mugrienta? Te pareces a la Fasi Lavalle antes que la metan presa.

Mónica Beatriz había vuelto renovaba, no sólo por fuera, sino también por dentro. Dictaminó una sarta de pavadas “New Age”, y luego citó a la licencia Moreschi, quien años más adelante se convertiría en su nuevo ídolo: “el vínculo de alianza, liga los lugares de esposo y esposa, ocupados por el yo de cada uno de ellos y el vínculo de filiación liga los lugares de los padres con el de los hijos”. Nadie comprendió una sola palabra de lo Mónica Beatriz había dicho y reafirmaron sus sospecha de impostura. Mónica Beatriz logró convencerlos que era ella cuando con una habilidad sorprendente se encontró un piojo y se lo comió sin mostrar el menor signo de asco.

Volvieron a vivir en familia y con el tiempo se acostumbraron a la presencia de aquella frondosa rubia que decía llamarse Mónica Beatriz. Pronto se habituaron a las estrambóticas poses de hatha-yoga, que copiaba de una china llamada Wai-Lana en la televisión, y a sus eternos baños de vapores mefíticos para mantener su piel blanca y tersa como los jazmines. A pesar de las quejas del Vasco, Mónica Beatriz redecoró la casa según los preceptos del Feng-Shui y una vez por mes organizaba veladas de clavicordio a las que nadie asistía.

Los rumores sobre la belleza de Mónica Beatriz se extendieron a la largo de la Ruta 2, y pretendientes de lugares remotos llegaban hasta Castelli para dejarle ofrendas. La casa se colmó objetos inservibles, triciclos de oro, muñecas de porcelana, un carrusel traído de París, tigres albinos de la región de Bengala y un enano llamado Alfio para la que complaciera en todos sus caprichos.

El brillo en sus ojos de cotorra tropical comenzó a extinguirse. A pesar de estar viviendo una vida de tules y brillantina, Mónica Beatriz intuía nuevos y excitantes horizontes más allá del canal 15. Una noche volvió a desaparecer, esta vez lo hizo junto a Alfio. La familia Bordazahar la creyó en otro exilio de mariposa, y tuvieron que pasar meses hasta que por fin volvieron a acostumbrarse a su ausencia. Descartaron la opción de volverle a rendir los debidos homenajes fúnebres y se alegraron de saber que estaba viva cuando encendieron el televisor y la vieron meneando el traste junto a las otras “draculonas” en el programa de Portal.

2 comentarios:

  1. muy buena micaela decis toda la verdad es asi la monica beatriz, mugrienta y crota, sos una idola besotes te extrañamos mica tu tia elisabet amelia bordazahar.

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  2. Are you a creative writer? What do you write for?

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